Sea por mi alma montañera un poco oxidada, por los encantos y tranquilidad de su naturaleza, o por su amable climatología que nos evita los rigores del verano, la Val d´Aran me sedujo hace mucho años. Así sigue. Una relación que se mantiene intacta, y lo más importante, sucede igual con mi familia.
Seguramente te importa poco o nada donde he pasado mis vacaciones. Lo sé. Pero como pronto olvidaré estas últimas semanas y empezaré en la vorágine de la reentré, con una vuelta al cole calentita, permíteme que me tome esta licencia.
A medida que mis hijos se van haciendo mayores, ahora mismo 13 y casi 15 años, las vacaciones no sólo se disfrutan, también se gestionan. Sí, efectivamente toca gestionar las actividades, tanto las diurnas como las nocturnas.
Yo mismo me sorprendo cuando escribo lo de actividades de noche. No pienses que con el verano me he vuelto ave nocturna. Nada más lejos. Se trata de las actividades de mi prole. Ellos, sí han salido cada noche. Aquí es posible. El pueblo donde hemos vivido estas últimas semanas, Gessa, no tiene ningún local nocturno, bar, ni nada similar. De hecho, y a diferencia de otros muchos pueblecitos araneses, sólo cuenta con un restaurante, – y afortunadamente para nosotros- con poco trasiego.
Es que en Gessa no hay nada. Bueno sí, mucha tranquilidad. No es un pueblo de paso, hay que llegar a él. Por la noche, sus empinadas calles, plaza mayor y rincones diversos son tomados por los chavales para sus juegos. Aquellos a los que jugábamos nosotros a su edad: el escondite, polis y cacos,…
Aquí el único riesgo, de tanto correr arriba y abajo, por la casi penumbra de sus empedradas calles, es torcerse un tobillo, romperse un brazo o abrirse una brecha en la cabeza. Nada más. Todo un alivio para los que venimos de la metrópolis.
Año tras año, van cambiando las caras. Los chicos y chicas crecen. Gessa es un universo particular y único. Hasta el punto que a los chavales del pueblo y veraneantes variados, se les añaden otros de poblaciones vecinas, con amigos o familiares en Gessa. Así, con los invitados se consigue que los juegos nocturnos sean un poco más multitudinarios. Convirtiéndose en toda una institución en el valle.
Un evento socializador que trasciende la escala aranesa, porque al regresar he confirmado con mis hijos que sus listas del Messenger, amistades de Facebook y la agenda del teléfono móvil…, se han incrementado de forma apreciable.
Durante el día la cosa cambia. Tocan las actividades familiares. Ese es el pacto. Si hay energía para salir de noche y acostarse de madrugada, también hay energía para levantarse pronto y disfrutar de la montaña haciendo excursiones. Sí, para “subir y bajar montañas” como dice mi hijo. O lo que toque.
Tengo amigos montañeros que aprovechan el verano para viajar y hacer interesantes itinerarios y ascensiones en los Alpes, alguno incluso, se va a realizar alguna cima menor por el Himalaya. Yo me conformo. Sé que desde el punto de vista de mérito montañero no hay color, pero me siento muy afortunado de hacerlo en familia. Un privilegio.
Con un par de semanas, tenemos suficiente tiempo para recuperar el hábito montañero demasiado olvidado el resto del año y ponernos a punto. No somos una familia “súper deportista”, pero todos practicamos deporte durante todo el año. Esto se nota.
Así que, día sí, día no, hay actividad montañera-deportiva programada. Los itinerarios son paulatinos, por aquello de la aclimatación. Tanto por la exigencia física y duración, como por el lado psicológico del asunto.
Además, cada verano realizamos alguna ascensión de cierta entidad. Aquellas que requieren madrugar y bastantes horas de marcha. Aquí uno puede beneficiarse de ver crecer a sus hijos. Puedes subir el listón, la exigencia de la ruta. La desventaja es que antes, hay que gestionar y pactar. Afortunadamente el universo nocturno de Gessa tiene una moneda relativamente asequible.
Este año tocaba un reto mayor. La segunda montaña más alta de la Val d´Arán: el Tuc de Molières (3.010 metros de altitud). Un tres mil relativamente “fácil”. Con algunas dificultades técnicas en su parte final, pero que con sus más de 1.400 metros de desnivel positivo y con sus largas horas de marcha, significaba un reto notable.
Y lo fue. No sólo por haber hecho un “tres mil” o por haber disfrutado de una soberbia excursión en un grandioso ambiente de alta montaña, sino por haberlo experimentado en familia. Así que el primer tres mil de mis hijos, habrá sido con la familia. Ahí queda eso.
Una experiencia intensa e interesante en muchos sentidos. Algo único que permite conocer -y sorprenderse- acerca de las reacciones de tu familia, ante determinadas situaciones de elevada exigencia. Difícil de explicar, y casi una rareza en tiempos donde tanto escasea el esfuerzo.
De momento, representa una dosis extra de energía para tomarnos con fuerza el reto del nuevo curso. Seguro que ahora todo nos parecerá un poco menos difícil.