En un mundo donde la competencia y el individualismo a menudo se destacan como motores de éxito y progreso, el libro La edad de la empatía de Frans de Waal ofrece una perspectiva refrescante y profundamente necesaria. Este influyente trabajo desafía la noción prevalente de que la naturaleza es fundamentalmente egoísta, argumentando en cambio que la empatía, la cooperación y el cuidado mutuo son características intrínsecas tanto en humanos como en otros animales.

A través de una exploración detallada de comportamientos empáticos en el reino animal, De Waal ilustra cómo estos rasgos no solo son fundamentales para la supervivencia, sino que también tienen el potencial de guiar a la sociedad hacia un futuro más compasivo y unido.

En un momento en que las divisiones sociales y la falta de entendimiento mutuo parecen más pronunciadas que nunca, La edad de la empatía emerge como una obra esencial para cualquiera interesado en las bases biológicas de nuestro comportamiento y en cómo podemos fomentar una sociedad más empática y cooperativa.

The ‘alpha male’ myth, debunked | Frans de Waal

Revaluando la empatía: Más allá del egoísmo humano

La creencia de que la naturaleza humana es esencialmente egoísta es un mito persistente, reforzado tanto por la cultura popular como por teorías obsoletas. La famosa cita de la película «Wall Street» de 1987, «La codicia es buena», encapsula esta visión distorsionada, sugiriendo que el egoísmo es el motor de la evolución humana. Sin embargo, esta perspectiva ignora la complejidad de la conducta humana y la importancia de la empatía y la cooperación.

El darwinismo social, promovido en el siglo XIX por Herbert Spencer, propone una lucha implacable por la supervivencia, donde solo los más aptos —o los más egoístas— prosperan. Esta visión ha permeado incluso el ámbito empresarial, como lo demuestra la actitud de John D. Rockefeller, Jr., quien veía la dominación de las grandes empresas sobre las pequeñas como una ley natural.

Sin embargo, la realidad es más matizada. La historia de ENRON, con su cultura corporativa tóxica basada en el miedo y la codicia, ilustra las consecuencias desastrosas de adoptar una filosofía centrada exclusivamente en el egoísmo. La implementación de prácticas despiadadas, como el sistema «Rank and Yank» y la manipulación del mercado energético, no solo destruyó la empresa sino que también causó un daño irreparable a individuos y comunidades.

Este caso subraya la falacia de considerar el egoísmo como una virtud. Lejos de ser una fuerza evolutiva positiva, el desprecio por la empatía y la cooperación puede llevar a la autodestrucción. Reconocer la importancia de la conexión humana y el cuidado mutuo es esencial para construir sociedades más justas y sostenibles. La verdadera evolución humana se encuentra en nuestra capacidad para superar el egoísmo y trabajar juntos hacia objetivos comunes.

Reevaluando la historia: La paz como la norma, no la excepción

Contrario a la visión de Winston Churchill, quien afirmó que «la historia de la raza humana es la guerra», un examen más profundo de la ciencia y la historia sugiere que la guerra no ha sido tan omnipresente como podríamos pensar. De hecho, es probable que la historia humana esté más caracterizada por largos períodos de paz y armonía, interrumpidos solo brevemente por episodios de violencia.

Tomemos, por ejemplo, las murallas de Jericó, tradicionalmente vistas como evidencia temprana de guerra humana. Investigaciones recientes indican que estas estructuras podrían haber sido construidas como protección contra desastres naturales, como flujos de lodo, más que como fortificaciones contra ataques humanos.

Además, la vida de nuestros ancestros cazadores-recolectores, que vivían en pequeños grupos dispersos y con una población global limitada, sugiere que la guerra era una preocupación menor. Estos grupos, similares a los Bushmen modernos de África, experimentaban conflictos violentos solo como interrupciones esporádicas en sus vidas mayormente pacíficas.

Incluso en tiempos modernos, la guerra y el combate organizado no surgen de una inclinación natural hacia la violencia. Más bien, son el resultado de nuestro instinto gregario, el mismo que nos impulsa a actividades coordinadas y placenteras como cantar, bailar o practicar deportes. Este instinto también explica por qué los soldados pueden seguir órdenes en situaciones extremas, como las marchas de Napoleón a través de Rusia o las operaciones militares en Medio Oriente, sin que necesariamente deseen el conflicto.

Estos ejemplos demuestran que, lejos de ser una constante, la guerra ha sido más bien la excepción en la historia humana, desafiando la noción de que estamos predispuestos al conflicto. La paz, más que la guerra, ha sido la norma que ha permitido a la humanidad prosperar a lo largo de los siglos.

La sincronía inconsciente: El lazo invisible que une a humanos y animales

El bostezo contagioso es solo una muestra del instinto gregario que compartimos con el reino animal, un fenómeno que subraya nuestra interconexión innata. Este instinto no solo nos lleva a compartir bostezos, sino que también es fundamental para nuestra supervivencia y la formación de vínculos profundos.

Investigaciones, como las realizadas por la Universidad de Kioto con chimpancés, revelan que este fenómeno de sincronización no se limita a los humanos. La observación de simios bostezando contagiosamente ante videos demuestra que la sincronía es un rasgo compartido en el reino animal, esencial para la cohesión del grupo y la supervivencia.

Esta sincronía se extiende más allá de simples gestos, influenciando comportamientos cruciales para la supervivencia, como la migración de animales que se mueven en armonía para alimentarse y descansar. La falta de esta coordinación podría resultar fatal, evidenciando su importancia vital.

En el ámbito humano, la sincronía facilita la creación de lazos emocionales. La imitación sutil de gestos y emociones en situaciones sociales, como citas, refuerza la conexión entre individuos. Incluso en interacciones cotidianas, como la relación entre clientes y camareros, la sincronía mejora la percepción del servicio, demostrando que su impacto va más allá de la supervivencia, enriqueciendo nuestras experiencias sociales.

Este instinto gregario, que nos lleva a sincronizarnos inconscientemente con aquellos que nos rodean, no solo es un mecanismo de supervivencia, sino también un pilar fundamental en la construcción de relaciones interpersonales y la cohesión social. La sincronía inconsciente es, por tanto, un lazo invisible pero poderoso que une a humanos y animales, subrayando la importancia de la conexión y la empatía en nuestra existencia compartida.

El vínculo humano: Clave para una vida larga y plena

La necesidad de conexión humana es más que un simple deseo; es fundamental para nuestra supervivencia y bienestar. El confinamiento solitario, considerado uno de los castigos más severos, subraya cómo la ausencia de interacción puede ser extremadamente perjudicial, llevando a algunos a buscar cualquier forma de contacto, incluso si es conflictivo.

Contrario a la idea de que la sociedad surge de individuos autónomos, la teoría del contrato social de Jean-Jacques Rousseau en el siglo XVIII sugiere que la sociedad es un compromiso esencial para nuestra seguridad y bienestar, implicando que siempre hemos dependido unos de otros (ver El ‘contrato social’ de Rousseau: Guía para una sociedad más justa).

Esta interdependencia no solo es crucial para nuestra salud mental, evitando la depresión profunda en la ausencia de compañía, sino que también tiene efectos significativos en nuestra longevidad. Estudios han demostrado que estar casado y mantener un matrimonio estable es uno de los métodos más efectivos para prolongar la vida. Más allá de la compañía, el matrimonio fortalece física y emocionalmente a las personas.

Un estudio fascinante mostró a participantes fotos de individuos el día de su boda y de los mismos individuos después de 25 años de matrimonio. Los participantes pudieron emparejar correctamente a las parejas que habían estado casadas durante décadas, observando que estas parejas habían comenzado a parecerse más entre sí con el tiempo. Esta convergencia de rasgos no es una selección de similares, sino una adaptación mutua que refleja la profunda conexión emocional compartida.

La similitud física entre las parejas más felices y comunicativas destaca cómo la relación íntima y el compartir emociones transforman a los individuos, permitiendo que cada uno internalice al otro hasta el punto de que su unión es evidente para los demás.

Este fenómeno ilustra el poder transformador de las relaciones humanas, no solo en nuestro bienestar emocional, sino también en nuestra salud física y longevidad, demostrando que la conexión humana es esencial para una vida plena y feliz.

La tragedia de ignorar nuestros instintos de cuidado

Podría parecer que tenemos control total sobre nuestras decisiones e impulsos, una idea central en la teoría del conductismo, que ve la mente humana como una tabla rasa. Sin embargo, el experimento de John Watson con el «Pequeño Albert», donde condicionó al niño para que temiera a los conejos mediante técnicas de condicionamiento, revela las limitaciones y peligros de esta perspectiva.

Watson, al celebrar este resultado como una victoria del conductismo, ignoró la esencia de nuestra biología: la necesidad innata de cuidado y empatía. Su escepticismo hacia el amor maternal y su preferencia por una sociedad más estructurada y menos cariñosa llevaron a experimentos desastrosos con niños huérfanos. Estos niños, aislados y sin contacto físico ni visual, acabaron mostrando signos de profundo deterioro emocional y físico, similares a los de un zombi, y muchos murieron por falta del cuidado esencial para desarrollar resistencia a enfermedades.

Este sombrío resultado subraya un imperativo biológico: desde nuestro nacimiento, la conexión humana, el cuidado y la empatía son esenciales para nuestra supervivencia. Como mamíferos, el cuidado maternal no solo es fundamental en los primeros años, sino que también influye en cómo interactuamos y mostramos afecto en relaciones adultas, como se ve en gestos de cuidado hacia nuestras parejas o en el uso de un lenguaje afectuoso.

Negar estos instintos naturales de cuidado no solo contradice nuestra biología, sino que puede tener consecuencias trágicas, demostrando que la empatía y el amor son tan cruciales para nuestra supervivencia como cualquier otra necesidad física.

La empatía: Un instinto natural clave para nuestra supervivencia

Es probable que alguna vez hayas ayudado a alguien espontáneamente, sin necesidad de haber sido condicionado para actuar así. Esto se debe a que, tanto la biología como la historia nos enseñan que la empatía y la cooperación son instintos naturales en nosotros.

Contrario a la idea de que somos seres inherentemente competitivos e insensibles, la empatía ha sido crucial para nuestra supervivencia. Esto es evidente en la maternidad y la crianza, donde la sensibilidad hacia las necesidades de los hijos es fundamental para su desarrollo saludable y seguro. De hecho, la supervivencia de un bebé sería improbable si sus cuidadores fueran instintivamente fríos y distantes.

Además, la empatía es un rasgo sobre el cual tenemos poco control consciente. En la década de 1990, el psicólogo sueco Ulf Dimberg demostró esto mediante un experimento en el que los participantes reaccionaban de manera consistente a imágenes de caras felices o tristes, incluso cuando estas se mostraban tan brevemente que no podían ser registradas conscientemente. Esto indica que nuestra respuesta empática es automática y profunda.

Esta capacidad para sentir empatía no es exclusiva de unos pocos; con la excepción de los psicópatas, quienes por definición carecen de esta capacidad, casi todos los seres humanos responden emocionalmente a las circunstancias de otros.

Por lo tanto, la próxima vez que alguien sugiera que la naturaleza humana es fundamentalmente mala, puedes contar con un cuerpo sólido de evidencia científica y anecdótica que demuestra lo contrario. La empatía no solo es una parte esencial de lo que nos hace humanos, sino que también es un componente vital que ha permitido la supervivencia y prosperidad de nuestra especie a lo largo de los milenios.