El contexto es complejo. Más allá de una economía débil, híper competitividad entre las empresas y profesionales, hay un gran despiste por la trepidante sucesión de novedades sobre nuevas formas de comunicar y relacionarse. Buscamos muchas respuestas, pero cada vez tenemos más dudas.
A los expertos, les pedimos respuestas urgentes. Intentando reducir el recorrido que existe entre la teoría y la acción, entre la ignorancia y el conocimiento. En cambio, cuando buscamos guía en la espesura de la incertidumbre o luz en la oscuridad, apelamos a los gurús.
La proliferación de expertos y gurús, es asombrosa, tanto que se empieza a ser difícil distinguir los que lo son casi por accidente, los que lo son por vocación, los que aspiran a serlo y los que directamente venden puro humo oportunista.
Con cerca de cinco millones de parados, no están las cosas para muchas florituras. Los profesionales se tienen que espabilar. El riesgo de quedarse fuera del mercado es muy elevado. Muchos intentan coger el último tren, en la última estación. Otros subieron mucho antes. Algunos exhiben veteranía como si eso fuera garantía de algo más allá de peinar canas. Otros, los últimos en llegar, sean imberbes o los conversos de última hora, quieren denostar todo lo veterano porque sólo ellos son los elegidos y los auténticos gurús, en algunos ámbitos venerados como hacedores de milagros.
A menudo, estos gurús o expertos –aunque sean de segunda- cuentan con seguidores más o menos apasionados, que los adoran, rodean o simplemente los mantienen.
En la interesante era del caos en la que ahora transitamos, necesitamos faros que aporten un poco de luz, algunas posibles pistas, sobre lo que nos rodea y el futuro próximo. Todos quieren subir al próximo tren, nadie quiere perdérselo. El problema es que algunos confunden esas pistas o señales en verdades inamovibles o doctrinas. No hay que ser incautos. Internet es un excelente espacio social, para lo mejor y lo peor. Pero un espacio de mucho riesgo que puede atrapar y enjaular a los incautos.
Por casualidad o actitud, fui del pelotón que subió al tren en las primeras estaciones. Esto no me da más ventaja que la de más tiempo de haber vivido y sufrido la génesis de numerosas revoluciones que acabaron diluyéndose pasando desapercibidas o doctrinas trascendentales ya olvidadas. Era, lo que suele conocerse, como ser el tuerto en el país de los ciegos.
Si fuera un gurú, que no lo soy, no lo he sido y jamás lo seré, esgrimiría aquello que “las doctrinas del gurú no son cuestión de creer o no creer, sino de experimentar, vivencias, comprender”. Lamentablemente, a menudo estas frases tan bonitas sólo sirven para disfrazar la cruda realidad: ni experimentan, ni vivencian, ni comprenden… Experimentar es costoso y requiere sacrificio, por lo que es más fácil repetir automáticamente frases aprendidas y usadas como bandera en guerras santas intransigentes, fundamentalistas y estúpidas. La categoría de estúpido se suele ganar haciendo estupideces. Y una forma de hacer el estúpido es repetir como verdad sagrada algo que uno no ha vivido. Incluso, en un peldaño superior, intentar convencer a otros de una verdad no vivida. O sea, mentir.
No me gustan los gurús, como tampoco los rockstars. Todavía menos los que pretenden ejercer y no lo son. Pero sólo hay algo que me molesta más, que me confundan y me etiqueten de serlo. Si alguna vez tuve alguna duda, discúlpame, fue pecado de juventud. Ahora, cuando ya he experimentado (y equivocado) lo suficiente, sigo explorando pero creo tener la prudencia de sacar trascendencia a casi todo y esperar –por favor- que nunca me tomen totalmente en serio.
Me conformo con compartir lo explorado y tener el privilegio de seguir aprendiendo. Tanto de los veteranos, como de los recién llegados con ganas de comerse el mundo. Y sobretodo, cada vez me aplico más la máxima de mejor hacer que decir. Mejor experimentar y construir, que intentar adoctrinar.