La idea principal de The Internet Is Not What You Think It Is: A History, a Philosophy, a Warning de Justin E. H. Smith es una crítica profunda a la naturaleza y el impacto del internet en la sociedad moderna, especialmente en lo que respecta a las redes sociales. Smith argumenta que, contrariamente a las expectativas iniciales de que el internet serviría como una herramienta para unir a las personas y fortalecer el tejido social, en realidad ha contribuido a la polarización, la desinformación y la erosión de la democracia.
El autor sostiene que las plataformas de redes sociales, lejos de ser espacios neutrales para el debate racional y la deliberación, funcionan más bien como simulaciones adictivas que priorizan la rentabilidad sobre el bienestar social y la verdad.
Esta crítica es relevante por varias razones. Primero, destaca el contraste entre el idealismo inicial que rodeaba al internet y la realidad actual de su impacto en la sociedad. Segundo, al examinar cómo las estructuras económicas y los algoritmos de las plataformas de redes sociales influyen en la comunicación y la percepción pública, Smith ofrece una advertencia sobre los peligros de dejar que estas plataformas no reguladas dominen el espacio público. Tercero, el libro invita a reflexionar sobre la necesidad de repensar nuestra relación con la tecnología y considerar cambios estructurales para mitigar sus efectos negativos. En un momento en que la dependencia de la tecnología digital es omnipresente, esta crítica proporciona un marco valioso para entender los desafíos contemporáneos de la sociedad y la política.
Principales ideas de The Internet Is Not What You Think It Is
- La explotación en la era digital: Tú eres el producto
- La intersección de la percepción humana y los algoritmos: Un filtro compartido
- La interconexión natural: Reflexiones sobre la red mundial y su esencia
- La evolución de la telecomunicación humana: Más allá de la tecnología
- Reflexiones sobre la naturaleza y la tecnología: ¿Vivimos en una simulación?
- La interconexión entre la fabricación de seda y el desarrollo de la tecnología digital.
La explotación en la era digital: Tú eres el producto
En la actualidad, las plataformas de redes sociales han inaugurado una era de explotación sin precedentes. A diferencia de épocas pasadas, donde las empresas obtenían beneficios a través del trabajo humano o la explotación de recursos naturales, este nuevo modelo de negocio se centra en la extracción de un recurso distinto y altamente valioso: los datos personales de los usuarios.
Estas plataformas invierten considerablemente en investigación para desarrollar y perfeccionar algoritmos capaces de organizar y presentar contenido de manera que resulte atractivo para el usuario, basándose en sus interacciones previas. Ejemplos notables incluyen YouTube e Instagram, cuyos algoritmos procesan miles de millones de puntos de datos para personalizar la experiencia del usuario. Operando como corporaciones privadas, su objetivo primordial es generar ganancias, a menudo sin una regulación gubernamental significativa.
El propósito detrás de estas estrategias es claro: mantener al usuario enganchado a la plataforma el mayor tiempo posible, incluso después de haber decidido apartarse del dispositivo para realizar actividades más significativas. Cada interacción del usuario, desde un simple toque hasta un «me gusta» o «compartir», no solo proporciona datos valiosos a estas empresas, sino que también genera una respuesta de dopamina en el cerebro del usuario, fomentando un ciclo de dependencia. Esta dinámica puede llevar a los usuarios a cuestionar su propia disciplina frente al tiempo consumido en pantalla, prometiendo constantemente limitar su uso sin éxito.
La proliferación de dispositivos móviles como smartphones y tablets ha exacerbado esta tendencia, permitiendo a los usuarios estar conectados y ofrecer sus datos personales en todo momento y lugar. La vida cotidiana, desde el trabajo hasta las interacciones sociales, se ha trasladado en gran medida al ámbito digital, impulsando a las personas a mercadearse a sí mismas en línea, reduciendo su identidad a perfiles sin matices ni profundidad.
Esta simplificación de la identidad para adaptarse a los algoritmos puede llevar a olvidar que detrás de cada perfil hay seres humanos reales, con interpretaciones y emociones propias. Los debates en línea, que pueden parecer triviales, tienen el potencial de influir en la vida real, afectando relaciones, polarizando la política y, en casos extremos, costando vidas.
Además, la omnipresencia de internet ha dado lugar a nuevas formas de vigilancia global, con dispositivos inteligentes capaces de monitorear nuestros movimientos y actividades. En este contexto, es crucial cuestionar los mitos que rodean a internet y enfrentar sus realidades más oscuras. Explorar las raíces de la revolución digital desde diversas disciplinas nos permitirá comprender cómo hemos llegado a esta situación y qué podemos hacer para navegar mejor en este complejo panorama digital.
La intersección de la percepción humana y los algoritmos: Un filtro compartido
Desde la invención del ábaco, la humanidad ha buscado maneras de externalizar el cálculo a las máquinas. En el siglo XVII, el filósofo alemán Gottfried Leibniz imaginaba ir más allá, preguntándose si sería posible delegar decisiones complejas a «máquinas trituradoras de conceptos» capaces de analizar variables para predecir y seleccionar la mejor opción. Estas máquinas, teorizaba, podrían resolver conflictos y promover la paz mundial, liberando a los seres humanos para dedicarse al arte, la ciencia o la vida cívica. Sin embargo, las disputas en plataformas como Twitter demuestran que Leibniz quizás fue demasiado optimista.
La inteligencia artificial (IA) puede realizar numerosas tareas en línea, desde generar diálogos convincentes hasta robar contraseñas o incluso acosar a usuarios, pero adolece de una capacidad crucial en la era digital: la atención. La atención es un concepto complejo que va más allá de la mera percepción, que es nuestra conciencia de los estímulos sensoriales del entorno. La atención implica seleccionar en qué enfocarnos dentro de ese entorno, actuando como un filtro y una elección consciente, un indicador de conciencia y autoconciencia.
Esta selección, sin embargo, plantea una pregunta: ¿entre qué estamos eligiendo? La percepción se entiende como la conciencia sin filtro de nuestro entorno, mientras que la apercepción, según Leibniz, es la conciencia de ser consciente. Ambos conceptos son fundamentales para entender la conciencia antes de tomar decisiones. Por ejemplo, un músico en el escenario o un atleta en competencia pueden no prestar mucha atención a los complejos movimientos de su cuerpo, concentrándose en su arte o en el juego. Demasiada atención en la elección puede romper su estado de flujo.
La neurociencia moderna revela que, debido a la vasta cantidad de información que nuestros cerebros deben procesar constantemente, nuestra percepción está inherentemente limitada. Aunque consideremos nuestra conciencia como completa, en realidad, nuestros cerebros funcionan como máquinas de filtrado, seleccionando información antes incluso de ser conscientes de ello.
Aunque el mundo natural ofrece una cantidad infinita de información, como los detalles de un árbol cercano o un arroyo, esta falta de atención no suele preocuparnos. Sin embargo, en la economía de internet, donde se busca captar nuestra atención hacia la próxima publicación patrocinada o compra dentro de una aplicación, nuestra atención se convierte en un recurso valioso, limitado artificialmente y canalizado hacia fines lucrativos. No obstante, es importante recordar que no todas las redes operan bajo estos principios.
La interconexión natural: Reflexiones sobre la red mundial y su esencia
En medio de debates sobre el impacto de la economía digital global, es tentador responsabilizar a la tecnología por sus efectos. Sin embargo, una pausa para reflexionar nos permite ver a internet no solo como una herramienta que captura nuestra atención, sino también como un reflejo de un sistema vivo: nosotros mismos.
La comunicación a través de señales es un fenómeno omnipresente en la naturaleza, que no requiere de cables para su transmisión. Desde el canto de los pájaros hasta el eco de los pasos de un elefante, el mundo natural está repleto de redes de comunicación social activas las 24 horas del día. Estas señales, ya sean químicas o sonoras, viajan a través de canales específicos con el propósito de ser interpretadas por otros seres. Este complejo proceso de transmisión y recepción de información es evidente incluso en las formas de vida más sencillas.
Un ejemplo fascinante es el moho mucilaginoso, o *Physarum polycephalum*, utilizado por científicos para modelar rutas de tren más eficientes. Sin poseer cerebro ni sistema nervioso, este organismo demuestra una capacidad de resolución de problemas que supera a la inteligencia artificial en ciertos aspectos. Este fenómeno nos recuerda que, a pesar de nuestra tendencia a considerar la conciencia humana como única, la cognición se manifiesta de diversas maneras en nuestro entorno natural.
Además, la preferencia por soluciones rápidas en la era digital nos lleva a subestimar procesos más lentos, como los del moho mucilaginoso, que no se ajustan a los tiempos de respuesta que hemos llegado a esperar. Esta inclinación hacia la velocidad sobre la reflexión merece ser reconsiderada, especialmente en el contexto de la comunicación y la computación. La próxima vez que consideremos la eficacia de nuestras herramientas digitales, sería prudente recordar las lecciones que la naturaleza tiene para ofrecernos.
La evolución de la telecomunicación humana: Más allá de la tecnología
La capacidad de los humanos para comunicarse a larga distancia se distingue fundamentalmente de la de plantas y animales por nuestra dependencia de dispositivos tanto para enviar como para recibir e interpretar señales. Esta característica convierte a la telecomunicación en una amplificación tecnológica de nuestras intenciones comunicativas.
Reflexionemos sobre el intercambio de información a lo largo de las rutas comerciales neolíticas, hace aproximadamente 60 mil años. Los comerciantes que transitaban la Ruta de la Seda, por ejemplo, no solo intercambiaban bienes exóticos, sino también un rico tapiz de lenguajes, costumbres y conocimientos. Esta transmisión de ideas y cultura era tan vital como el comercio de mercancías.
La práctica de correr entre los Mexicas, conocidos comúnmente como Aztecas, ilustra otra dimensión de la telecomunicación premoderna. Más allá de su significado ritual y ceremonial, correr era un medio práctico para transmitir mensajes a través de grandes distancias a una velocidad impresionante. En diversas culturas, los mensajes eran memorizados y comunicados verbalmente por los mensajeros, convirtiendo la información en algo palpable y vivo. La capacidad de conocer instantáneamente, considerada por muchas culturas como un atributo divino, subraya la sacralidad atribuida a la telecomunicación a lo largo de la historia humana.
Con cada avance en medios de transporte, desde el caballo hasta el avión, la capacidad de enviar mensajes más lejos y más rápido ha simbolizado el progreso. Sin embargo, este enfoque en la velocidad ha tenido sus costos, especialmente en la pérdida de la riqueza de la interacción humana. En tiempos prehistóricos, recibir un mensaje de lejos implicaba un encuentro personal con alguien de un mundo distinto, una experiencia rica en detalles sensoriales y culturales.
Aunque la invención del sistema postal marcó el comienzo de la pérdida de esta riqueza comunicativa, en la actualidad, una carta escrita a mano sigue teniendo un valor emocional que supera al de los mensajes digitales. La visita personal, en este contexto, se convierte en un evento inolvidable. La valoración excesiva de la velocidad en la comunicación, que ha caracterizado al último siglo, ha erosionado la memoria de estas interacciones profundas y significativas, recordándonos la importancia de preservar la esencia de nuestra conexión humana en la era digital.
Reflexiones sobre la naturaleza y la tecnología: ¿Vivimos en una simulación?
Aunque nuestros dispositivos tecnológicos necesitan ser fabricados y consumen energía y recursos para funcionar, la naturaleza que nos rodea parece florecer espontáneamente. Sin embargo, esta percepción cambia cuando entendemos que, desde tiempos inmemoriales, los seres humanos han intervenido activamente en el paisaje. Los primeros habitantes de América del Norte, por ejemplo, no veían su entorno como un territorio salvaje, sino como un espacio modelado por sus propias manos, a través de prácticas como la tala selectiva de árboles y la quema controlada para fomentar el crecimiento de plantas alimenticias.
En la actualidad, comunidades que viven en armonía con entornos considerados «naturales», como los Mbuti de la Selva Lluviosa de Ituri en África central, demuestran que la relación con nuestro entorno es una extensión de nuestra cultura y esfuerzo colectivo. Cantan al bosque, no solo como agradecimiento por sus dones, sino también para curarlo, evidenciando una comunicación constante y un profundo respeto por la naturaleza, similar al cuidado que se podría observar en una ciudad moderna.
Esta visión integradora contrasta con la percepción de las ciudades como entidades artificiales y separadas de la naturaleza, una dicotomía que puede llevarnos a conclusiones erróneas sobre nuestra existencia. La popular teoría de que el universo podría ser una simulación es un ejemplo de cómo los avances tecnológicos desafían nuestra comprensión de la realidad. Si bien la posibilidad de que otras civilizaciones hayan desarrollado inteligencias artificiales capaces de simular conciencias es un tema fascinante, nos enfrenta a la limitación de nuestro entendimiento actual sobre la conciencia y la inteligencia.
Gottfried Leibniz, quien soñaba con máquinas capaces de tomar decisiones complejas, veía el cálculo como un obstáculo para el verdadero pensamiento, sugiriendo que la inteligencia va más allá de la capacidad de procesar información. Esta idea resuena hoy en día, cuando consideramos si una inteligencia computacional podría alcanzar la conciencia. A pesar de los avances en neurociencia, aún estamos lejos de comprender plenamente qué es la conciencia o cómo funciona dentro de los seres vivos, lo que nos deja con más preguntas que respuestas sobre la naturaleza de nuestra realidad.
En resumen, aunque la tecnología ha ampliado los horizontes de nuestro conocimiento y experiencia, la esencia de nuestra relación con el mundo sigue siendo un misterio profundo, recordándonos que, tal como lo expresó el filósofo Francis Bacon, carecemos del «conocimiento del creador» sobre la mente humana y, por extensión, sobre el universo mismo.
La interconexión entre la fabricación de seda y el desarrollo de la tecnología digital
La visión de Facebook de «fortalecer nuestro tejido social y acercar más el mundo» emplea metáforas arraigadas, aunque simplificadas: la sociedad no se teje, y las telecomunicaciones no encogen el planeta. Sin embargo, estas imágenes nos invitan a explorar conexiones más profundas y filosóficas entre la tecnología y la humanidad. A lo largo de la historia, diversas culturas han concebido el mundo, e incluso el universo, como un organismo vivo interconectado, una visión que encuentra eco en las reflexiones de Marco Aurelio y en las enseñanzas de los Upanishads indios, que describen el cosmos como tejido en el agua.
Resulta fascinante observar cómo la evolución de nuestras herramientas de procesamiento de información ha caminado de la mano con el arte del tejido. La historia de la computación, en ciertos momentos, se entrelaza con la de los telares, como lo demuestra la invención del telar automatizado por Joseph Marie Jacquard en 1808. Este dispositivo, capaz de tejer diseños en seda mediante tarjetas perforadas, marcó un precedente para la codificación binaria, la base del lenguaje de las máquinas modernas.
Este paralelismo entre el tejido y la computación no solo refleja una curiosidad histórica, sino que también subraya una continuidad en nuestro impulso por automatizar y optimizar la creación, desde la seda hasta el software. La colaboración entre Charles Babbage y Ada Lovelace en el desarrollo del Motor Analítico, un precursor de la computadora moderna, destaca cómo la intersección de la tecnología y el pensamiento creativo puede expandir los límites de lo posible.
La visión de Lovelace, que veía en las computadoras el potencial de construir nuevos mundos y extender nuestras capacidades intelectuales, resuena hoy más que nunca. Nos recuerda que, en el corazón de la tecnología, yace la capacidad humana de imaginar y crear, conectando el pasado con el futuro en un tejido continuo de innovación y descubrimiento.