Desde que Mohammad Yunus acuñó el término de social business, para referirse a una dimensión del capitalismo, aquella en la que la empresa ayuda a resolver algún problema social y no para maximizar beneficios, el concepto ‘social’ se fue pervirtiendo notablemente.
La acepción que triunfó con la efervescencia de las redes, fue la más descafeinada, la del ‘social media’ (más media que social). Esto hizo que su primo-hermano, el auténtico ‘social business’, se alejara más y quedará posicionado más cerca de las ONGs.
Hoy vuelve a aparecer con fuerza. En realidad nunca se fue. En plena indigestión, fruto de la avaricia, el consumo insaciable y con la nueva revolución industrial dando sus primeros pasos, emergen prácticas que trascienden el ámbito individuo. No basta con el discurso humanista de poner a las personas en el centro, hay que darse cuenta que la clave son las conexiones que ocurren entre ellas. Ese resorte por el que se convierte a cientos, miles o millones de ciudadanos inconexos, en auténticos activistas con un enorme poder transformador.
Algo tan fácil de decir, como complejo y arriesgado de hacer. El poder de una multitud no se puede manipular, ni controlar. Es más, para convencerla, los argumentos tienen que ser muy honestos y sólidos.
El reto de las mayoría de las organizaciones es importante, incapaces como son, de procesar las redes en algo más que un canal de difusión y promoción de sus productos y marcas. Por eso no se puede hablar de implantar el social business como si un software se tratara. Ni tampoco se resolverá contratando a una consultora cool, ni fichando al gurú de turno invistiéndolo con alguno de esos títulos rimbombantes.
El propósito del negocio es fundamental, tanto como la ética de sus accionistas y de su equipo directivo. No admite poses interesadas. O se lleva lo social en el ADN de la empresa o mejor no meterse en líos.