Fear: A Cultural History por Joanna Bourke es un análisis profundo y revelador sobre cómo el miedo ha sido moldeado por diversos factores culturales y sociales a lo largo de la historia.
En este libro, Joanna Bourke desentraña las complejidades del miedo, no solo como una respuesta emocional, sino como un fenómeno que ha sido utilizado para ejercer control y poder dentro de las sociedades.
A través de un enfoque interdisciplinario que abarca la historia, la psicología, la sociología y la antropología, Bourke ofrece una perspectiva única sobre cómo nuestros miedos más profundos están influenciados por el contexto histórico y cultural en el que vivimos (ver ‘Cómo funciona el miedo: la cultura del miedo en el siglo XXI’ de Frank Furedi).
Este libro no solo proporciona una visión académica del miedo, sino que también invita a los lectores a reflexionar sobre cómo los miedos contemporáneos continúan formando nuestras vidas y sociedades.
En resumen, la tesis principal de Fear: A Cultural History de Joanna Bourke destaca la importancia de entender el miedo como una construcción cultural y social, lo que sigue siendo relevante para analizar cómo el miedo influye en la sociedad actual, en la toma de decisiones políticas y en las interacciones sociales.
La muerte y la pobreza: un temor exacerbado
Los hospitales, residencias de ancianos y cementerios son espacios que nos confrontan con nuestro mayor temor: la mortalidad. Este miedo fundamental, presente en casi todos los temores humanos, se manifiesta de diversas maneras. Por ejemplo, el miedo a arañas, serpientes y cocodrilos no es tanto a las criaturas mismas, sino al riesgo de muerte que representan.
Similarmente, el temor a perder el empleo no solo implica el miedo a la pérdida económica, sino también al desamparo extremo que podría llevar a alguien a vivir en la calle y, en el peor de los casos, a enfrentar la muerte. Históricamente, diversas culturas han utilizado rituales y creencias sobre la vida después de la muerte para mitigar estos miedos. Sin embargo, en el siglo XIX, la clase baja en Occidente perdió estos consuelos, intensificando su miedo a la muerte y profundizando su pauperización.
Los cuerpos de los indigentes eran frecuentemente desechados en fosas comunes sin ningún tipo de conmemoración, y cubiertos con cal viva para acelerar su descomposición. La falta de protección en estas tumbas también los hacía blanco fácil para los ladrones de cuerpos, quienes vendían los cadáveres a anatomistas y estudiantes de medicina. Este destino macabro aumentaba el miedo a la muerte.
Un ejemplo conmovedor de cómo el miedo a la muerte podía ser literalmente mortal es el caso de Susan Starr, una anciana que murió de shock en 1871 después de que los servicios sociales amenazaran con cortar su apoyo financiero. Este incidente subraya cómo el miedo, especialmente exacerbado por la pobreza y la inseguridad, puede tener consecuencias fatales.
El impacto del miedo humano en el diseño de espacios públicos
Los cines de antaño, con su encanto nostálgico, contrastan marcadamente con la amplitud de los teatros modernos. Esta evolución refleja una lección aprendida a través de tragedias: la importancia de la rápida evacuación en situaciones de pánico. La historia ha demostrado, dolorosamente, cómo el miedo colectivo en espacios cerrados puede tener consecuencias fatales.
Un ejemplo trágico ocurrió el 16 de junio de 1883 en el Victoria Hall de Sunderland, Inglaterra, donde el pánico entre 1,200 niños por obtener un regalo resultó en la muerte de hasta 183 de ellos, atrapados tras una puerta cerrada. Incidentes similares, como el incendio en el Teatro Iroquois de Chicago en 1903, que cobró 600 vidas, subrayaron la mortal combinación de miedo y falta de rutas de escape adecuadas.
Estos sucesos marcaron un antes y un después en la arquitectura y la ingeniería pública, impulsando innovaciones centradas en la seguridad. Carl Prinzler, en Indianápolis, inventó puertas con barras de alivio de pánico, permitiendo una evacuación más eficiente. En Gran Bretaña, se promovió el diseño de teatros capaces de ser evacuados en minutos, estableciendo salidas de emergencia amplias y accesibles como estándar.
Estas transformaciones no solo responden a la necesidad de seguridad física, sino que también reflejan un profundo entendimiento del comportamiento humano bajo estrés. La arquitectura y la ingeniería modernas, por tanto, no solo buscan embellecer y funcionalizar los espacios públicos, sino también proteger la vida ante el impredecible elemento del pánico humano.
El estigma social hacia los niños temerosos y la culpabilización de las madres
Los niños experimentan numerosos miedos, desde los monstruos imaginarios bajo la cama hasta la oscuridad de la noche. Frente a esto, surge el debate: ¿deberían los padres usar una luz nocturna para confortarlos o dejarlos enfrentar la oscuridad para fortalecerlos? Las opiniones divergen entre educadores, familias y psicólogos.
Históricamente, se ha creído que los niños deben aprender a no temer. Durante los años 50 y 60, las guías para padres consideraban que un niño temeroso era motivo de vergüenza, argumentando que los miedos impedían su desarrollo en adultos saludables e independientes. Los padres, y muy especialmente las madres, eran responsabilizados por ayudar a sus hijos a superar estos miedos.
En la primera mitad del siglo XX, prevalecía la idea de que las madres demasiado protectoras y suaves propiciaban que sus hijos fueran tímidos y temerosos, lo cual era visto como especialmente problemático en los niños, a quienes se les acusaba de ser emasculados por sus madres.
La timidez y el miedo no eran los únicos defectos atribuidos a la crianza materna. En 1941, la psicóloga Adelaide Chazan sugirió que los niños que se negaban a ir a la escuela padecían una enfermedad psicológica causada por la sobreprotección y la inestabilidad materna.
Sin embargo, con el aumento de madres trabajadoras en los años 50, se empezó a valorar más la protección materna. Aun así, surgieron preocupaciones sobre los niños que crecían solos y temerosos. Las nuevas guías para padres recomendaban que las madres permanecieran cerca de sus hijos durante los primeros cinco años de vida.
De este modo, las madres enfrentaban críticas independientemente de su enfoque: fueran altamente protectoras o más distantes, la sociedad tendía a culparlas por los miedos de sus hijos.
De teorías médicas a psicoanálisis: la evolución en la comprensión de las pesadillas
¿Has soñado alguna vez con situaciones aterradoras que afectan a tus seres queridos? El miedo se intensifica por la noche, manifestándose a menudo en forma de pesadillas. Tanto científicos como psicólogos han investigado exhaustivamente las causas de estos terrores nocturnos.
Originalmente, se pensaba que las pesadillas eran consecuencia de molestias físicas. En el siglo XIX, desechando la idea de que las pesadillas eran obra de demonios, los médicos recomendaban evitar cenas copiosas, dormir boca arriba o con la ventana cerrada para prevenirlas. Creían que un estómago lleno presionaba el diafragma, los pulmones y el corazón, ralentizando el flujo sanguíneo al cerebro, lo cual consideraban la principal causa de las pesadillas.
Sin embargo, con la llegada del siglo XX, Sigmund Freud introdujo una interpretación revolucionaria de los sueños. Los veía como el reflejo de procesos mentales que revelaban deseos reprimidos, impulsos primarios y emociones ocultas. Freud sostenía que, al soñar, nuestras defensas se relajan, permitiendo que pensamientos normalmente reprimidos emerjan y se manifiesten de formas inesperadas. Por ejemplo, alguien que resentía a su madre podría soñar que ella es devorada por un depredador o asesinada.
Freud también postulaba que muchos elementos de los sueños simbolizaban actividades de nuestra vida diurna. Así, entrar en una casa o subir y bajar escaleras eran, según él, metáforas de la actividad sexual.
Mediante el análisis de los sueños de sus pacientes, Freud buscaba descubrir sus deseos y perversiones ocultas para ayudarles a confrontarlos y aceptarlos. Esta perspectiva psicoanalítica marcó un cambio fundamental en cómo entendemos las causas y significados de nuestras pesadillas.
Inestabilidad social: Un terreno fértil para el miedo
El aumento de ataques terroristas y su constante presencia en los medios han intensificado el miedo y la sospecha hacia lo desconocido, como una bolsa olvidada o la presencia de extranjeros. Este fenómeno no es nuevo; la historia demuestra que las épocas de inestabilidad son caldo de cultivo para la ansiedad y el pánico.
Un ejemplo histórico es Gran Bretaña en la década de 1920, marcada por una alta tasa de desempleo y tensiones laborales, como las huelgas de mineros luchando por salarios justos y mejores condiciones de trabajo. Este clima de descontento social alimentó el miedo entre las clases media y alta ante la posibilidad de una revolución.
La inseguridad creciente encontró eco en una transmisión satírica de la BBC en 1926, que simulaba una revuelta de la clase trabajadora en Londres con detalles tan extravagantes que, a pesar de su evidente ficción, provocaron pánico entre los oyentes. Este episodio ilustra cómo la inestabilidad social puede hacer que incluso las narrativas más inverosímiles parezcan creíbles, desencadenando miedo y preocupación generalizados.
Este patrón de reacción ante la inestabilidad no se limita a un período o lugar específico; es una constante en la historia humana. La inestabilidad social, alimentada por el desempleo, las desigualdades y las tensiones políticas, crea un ambiente propicio para el miedo, demostrando que el contexto en el que vivimos influye profundamente en nuestras emociones y percepciones.
Valor y vulnerabilidad: el complejo impacto del miedo en el combate
Contrario a la imagen del soldado intrépido, la realidad del campo de batalla revela una experiencia dominada por el miedo. Un estudio de 1947 sobre soldados de la Segunda Guerra Mundial reveló que casi todos enfrentaron el miedo durante el combate, con un 90% reportando problemas de salud relacionados con esta intensa emoción.
Los efectos del miedo no se limitan al momento del combate; muchos soldados regresaron a casa con secuelas físicas y psicológicas, desde temblores y sudoración hasta trastornos digestivos y del sueño. Estas reacciones subrayan cómo el miedo constante puede desestabilizar tanto el sistema nervioso como el digestivo, afectando profundamente la salud de los militares.
Sin embargo, el miedo también puede ser un catalizador para actos de valentía. La historia de William Manchester, un joven soldado en Okinawa durante 1944, ilustra este punto. Al enfrentarse a un francotirador, el miedo no solo lo impulsó a actuar con audacia, sino que también le proporcionó la adrenalina necesaria para superar la situación, a pesar de las consecuencias físicas y emocionales inmediatas.
Este dualismo del miedo, como fuente tanto de vulnerabilidad como de valor, destaca la complejidad de las experiencias de combate. Lejos de ser un obstáculo insuperable, el miedo puede motivar a los soldados a superar límites insospechados, aunque no sin dejar huellas duraderas. La realidad del combate, por lo tanto, no se reduce a la valentía frente al peligro, sino que incluye una lucha interna contra el miedo y sus efectos a largo plazo.
El espectro de la guerra nuclear: un miedo que marcó generaciones
La sombra de la guerra nuclear se cernió sobre el mundo tras la Segunda Guerra Mundial, llevando el temor global a niveles sin precedentes durante la Guerra Fría. La carrera armamentista nuclear y los movimientos estratégicos de las superpotencias alimentaron una ansiedad constante.
El lanzamiento del Sputnik por la Unión Soviética en 1957 sembró la inquietud en Estados Unidos, preocupación que se intensificó con la crisis de los misiles en Cuba en 1962. La proximidad de armas nucleares a solo 90 millas de Florida desató el pánico en la población estadounidense.
Este miedo no hizo más que crecer en las décadas siguientes. En los años 80, el desarrollo de un sistema de armamento nuclear espacial por parte del presidente Ronald Reagan exacerbó aún más las tensiones. La posibilidad de un Armagedón nuclear se convirtió en una preocupación palpable, con encuestas revelando que una gran mayoría temía la inminencia de una guerra nuclear.
Las medidas gubernamentales para preparar a la población civil, lejos de tranquilizar, aumentaron el miedo. Simulacros de ataques nucleares se volvieron rutinarios, enseñando incluso a los niños en las escuelas a buscar refugio bajo sus escritorios. Estas prácticas, más allá de su dudosa efectividad, sembraron el terror en las nuevas generaciones.
Un maestro en Nueva York ilustra la intensidad de este miedo, al reprender a un niño por no cubrirse adecuadamente durante un simulacro con palabras que evocaban horrores inimaginables. Este ambiente de temor, alimentado por la amenaza constante de aniquilación nuclear, marcó profundamente a quienes vivieron bajo su sombra, dejando una huella indeleble en la psique colectiva.
La evolución del miedo a las enfermedades mortales a través de la medicina
El uso de mascarillas quirúrgicas en la calle, que alguna vez pudo considerarse signo de hipocondría, hoy es un reflejo de cómo los miedos relacionados con la salud evolucionan y se adaptan a los contextos médicos y sociales. En el siglo XIX, las enfermedades más temidas no eran el cáncer, sino aquellas infecciosas como la viruela o la tuberculosis. De hecho, una encuesta de 1896 reveló que solo el cinco por ciento de los participantes temía al cáncer.
Sin embargo, con los avances médicos del siglo XX que mitigaron las enfermedades infecciosas, las enfermedades crónicas, especialmente el cáncer, comenzaron a ocupar un lugar preponderante en los temores de la población. En 1954, una encuesta en Manchester indicó que el 70 por ciento de las mujeres temían más al cáncer que a cualquier otra enfermedad.
El caso de Edna Kaehele, diagnosticada con cáncer en 1946 y a quien le pronosticaron seis meses de vida, ilustra cómo el miedo puede ser tanto un enemigo como un motor de supervivencia. A pesar de la desesperanza inicial, Kaehele no se dejó abatir por el miedo. Optó por tratamientos de radiación y medicación y adoptó una dieta basada en proteínas, convencida de que podría influir en el curso de su enfermedad. Su lucha no solo extendió su vida sino que también la inspiró a escribir «Sealed Orders», un libro que refleja su valiente batalla contra el cáncer.
Este cambio en la percepción y el manejo del miedo a las enfermedades muestra cómo los avances médicos y las actitudes personales pueden transformar el miedo en una fuerza motivadora, permitiendo a las personas enfrentar sus diagnósticos con esperanza y determinación.