Los productos de consumo rara vez tienen una identidad neutral. Suelen venir con identidad incluida. Las marcas son algo consustancial a la naturaleza humana contemporánea. Como dice Zygmunt Barman, “Marcas visibles cual códigos de vestuario y/o de conducta reemplazando los tótems de las tribus originales…”
Puede que Internet haya abierto enormemente la posibilidad de alcanzar una identidad sin necesidad de adoptarla realmente, jugueteando con la fantasía de la aceptación social (aunque sólo virtual) de “hacer creer”, pero el mundo presencial es más complejo y pesado.
El mundo físico requiere de un esfuerzo notable. Adquirir la construcción perfecta de identidad apta para esa exhibición y escrutinio público, y no parecer menos que los otros, no es tarea fácil.
Tal y como apunta Gilles Lipovetsky “lo que importa no es ya imponerse a los demás, sino confirmar el propio valor antes los propios ojos, estar satisfecho de uno mismo”. Algo que l´Oreal acuñó acertadamente con su “Porque yo lo valgo”.
Afortunadamente hay kits de identidad disponible, aunque uno no sabe bien dónde están los límites. Y no me refiero a la liga del merchandising (Cálico Electrónico y el Barça tienen hasta calzoncillos…que se venden). Me refiero a la auténtica liga. Primero nos creímos las gafas Armani, luego la ropa sportwear de Malboro (y su cowboy solitario, sin ataduras que vaga libremente en su caballo), ¿qué decir de un clásico como Harley-Davidson? ¿y la línea Hello Kitty?
Es el signo de la cultura consumista no tanto por destacar sino a no parecer menos que los otros. En esta época de hiperconsumo, tal como sugiere Lipovetsky, la obsesión por las marcas es una manifestación del individualismo igualitario especialmente entre los jóvenes (pero no exclusivamente). Echando por tierra la famosa oposición entre tribalismo e individualismo: Una marca subjetivadora como llave del deseo de integración en el grupo de los iguales.
Aunque parece que el esnobismo por las marcas lujosas (antaño luz casi única de la aspiracionalidad) va a la baja, hoy la intención no es tanto buscar un reconocimiento social sino el placer más narcisista de diferenciarse –un poco- de lo ordinario. Si no, no se entiende las propuestas de marcas como Pirelli (zapatos, gafas, ropa,…) o los zapatos Caterpillar. ¿Acaso no hay suficientes marcas entre los fabricantes de cada categoría? Es la ley de la selva. O impones tu marca o te imponen otra.
A todo esto, el consumidor asiste invitado a esta feria de identidades, para acabar convirtiéndonos en un difícil (a menudo sonrojante) cocktail de marcas. Frente a este barroquismo marquista, no resulta sorprendente la meteórica ascensión de una propuesta como Muji nacida a principios de los 80s, como uno de los exponentes de marca sin logo.
Más allá de la demonización que sugiere la musa antiglobalización Naomi Klein con su No Logo (también convertido en icono y marca de su propio activismo), para mí el problema no son las marcas, si no la irremediable necesidad de no tener alternativas para “ser sin” y caer en el abuso del “ser con”. Y me temo, aunque a alguien le duela admitirlo, que no es culpa de las empresas y su marketing. Lo siento.