En Licence to be Bad: How Economics Corrupted Us, Jonathan Aldred desentraña cómo las teorías económicas modernas han justificado comportamientos egoístas y políticas perjudiciales, distorsionando nuestra moral y exacerbando la desigualdad.
Desde la influencia del libre mercado hasta la teoría de juegos, Aldred examina críticamente cómo la economía ha sido malinterpretada y mal aplicada, llevando a una sociedad donde la desregulación y la maximización del beneficio individual prevalecen sobre el bienestar colectivo.
Este post explora las ideas principales de Aldred, desafiando la visión convencional de la economía y proponiendo una reflexión sobre las decisiones políticas y los valores que realmente deberían guiar nuestra sociedad.
Principales ideas de Licence to be Bad de Jonathan Aldred
- La influencia del libre mercado en el pensamiento económico: un análisis crítico
- La teoría de juegos: una perspectiva egoísta del comportamiento humano
- Ronald Coase y la idealización de los acuerdos comerciales en la economía
- Crítica a la dureza de las teorías económicas hacia el gobierno
- La falacia del polizón: cuando ignorar el impacto individual conduce a desastres colectivos
- La economía cotidiana: Cuando la racionalidad económica invade la vida diaria
- La falibilidad de los modelos probabilísticos en la predicción de eventos extremos
- La complacencia de la economía moderna ante la desigualdad extrema
La influencia del libre mercado en el pensamiento económico: un análisis crítico
En la posguerra de 1947, Europa se enfrentaba a la devastación económica. John Maynard Keynes, con su firme convicción en el poder del gasto público para reactivar economías, lideraba la carga hacia la recuperación (ver ‘Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero’ de Keynes). Sin embargo, un grupo disidente de economistas, encabezado por Friedrich Hayek, desafiaba esta visión. Reunidos en Mont Pèlerin, estos pensadores minoritarios abogaban por una economía libre de la intervención gubernamental, una semilla que germinaría en la Escuela de Economía de Chicago.
Esta escuela, cuna de la Reaganomics y el Thatcherismo, ha impregnado la ideología económica de las últimas décadas, promoviendo la desregulación y la privatización como dogmas incuestionables. Pero, ¿es esta la única vía hacia la prosperidad? La crisis financiera de 2007, con su secuela de desempleo y pérdida de bienestar, plantea serias dudas. La tendencia a culpar a los reguladores, en lugar de a los bancos, refleja la influencia de un pensamiento que desestima la responsabilidad colectiva en favor de la autonomía del mercado.
Este enfoque también ha permeado nuestra comprensión del cambio climático, donde el «pensamiento del polizón» justifica la inacción individual ante un problema colectivo. La legitimidad otorgada a esta perspectiva por economistas como Mancur Olson ha contribuido a una parálisis global frente a la degradación ambiental.
La realidad es que la economía y la sociedad no pueden reducirse a meras transacciones de mercado. La Escuela de Chicago y sus derivados han moldeado una visión del mundo que ignora la complejidad humana y los imperativos éticos. Es hora de reconocer que la economía, lejos de ser un dominio autónomo, está intrínsecamente ligada a las decisiones políticas y a los valores sociales. Desentrañar y cuestionar estas influencias es crucial para construir un futuro más equitativo y sostenible.
La teoría de juegos: una perspectiva egoísta del comportamiento humano
La teoría de juegos, conocida por modelar decisiones basadas en la racionalidad, ha influido significativamente en nuestra comprensión del comportamiento humano desde su prominencia en la posguerra. John von Neumann, uno de sus pioneros, incluso sugirió su uso en estrategias militares durante la Guerra Fría, aunque el presidente Eisenhower rechazó sus extremas recomendaciones.
John Nash, otro destacado teórico, profundizó en la idea del interés propio como motor de las acciones humanas, sugiriendo que incluso la cooperación es una faceta del egoísmo si beneficia al individuo. Esta visión plantea una pregunta crucial: ¿somos inherentemente egoístas?
El «Dilema del Prisionero», un experimento clásico de la teoría de juegos, ilustra este punto. Dos cómplices detenidos pueden optar por traicionar al otro para su beneficio personal, lo que demuestra que, bajo ciertas condiciones, el interés propio prevalece sobre la cooperación. Este modelo se aplica en diversos contextos, desde la conducta en eventos deportivos hasta la política internacional sobre el cambio climático, donde la acción individual parece insignificante frente al beneficio colectivo.
Sin embargo, la realidad a menudo contradice esta teoría. Existen numerosos ejemplos de cooperación genuina y altruismo, como los esfuerzos globales para abordar las emisiones de carbono y los tratados de paz que han evitado conflictos nucleares. Estos ejemplos demuestran que la teoría de juegos no siempre puede predecir con precisión el comportamiento humano.
Aunque la teoría de juegos ofrece una perspectiva útil sobre la estrategia y la toma de decisiones, su enfoque en el egoísmo como principio rector puede ser limitante y, en cierto modo, deshumanizante. Reconocer las limitaciones de esta teoría es esencial para entender la complejidad del comportamiento humano más allá de los cálculos fríos de ganancias y pérdidas.
Ronald Coase y la idealización de los acuerdos comerciales en la economía
Ronald Coase, a través de su Teorema, inspiró involuntariamente una visión de la economía centrada en minimizar los costos de transacción, lo que ha llevado a políticas y prácticas económicas cuestionables. Un ejemplo claro fue el experimento de 1983 en Illinois, donde se ofreció un incentivo monetario a los empleadores por contratar desempleados. El resultado fue decepcionante: muchos participantes y empleadores rechazaron el esquema, percibiéndolo más como un soborno que como una solución legítima al desempleo.
El Teorema de Coase sugiere que los individuos negociarán soluciones eficientes a los problemas sin necesidad de regulación externa, siempre que los derechos de propiedad estén bien definidos y los costos de transacción sean bajos. Coase ilustró esto con el ejemplo de dos agricultores: uno cuyas vacas dañaban los cultivos del otro. La solución óptima, desde una perspectiva de eficiencia económica, sería aquella que minimizara el costo total, independientemente de las consideraciones legales.
Sin embargo, la aplicación práctica de este teorema ha sido a menudo malinterpretada o llevada a extremos. Economistas de la Escuela de Chicago, por ejemplo, han promovido la idea de que reducir al mínimo los costos de transacción debería ser un objetivo principal de la política económica, lo que ha influido en políticas como las privatizaciones masivas y la desregulación financiera.
Además, esta filosofía ha permeado áreas como los mercados de carbono, donde se comercializan derechos de emisión, incentivando soluciones a corto plazo y subestimando el daño ambiental a largo plazo. Incluso se ha sugerido aplicar principios de mercado a la adopción de niños, reduciendo las relaciones humanas a meras transacciones económicas.
Coase nunca pretendió que su teoría justificara una reducción indiscriminada de los costos de transacción sin considerar las consecuencias sociales y éticas. Reconocer los límites y las implicaciones de aplicar su teorema es crucial para evitar desviaciones que distorsionen su intención original y lleven a la economía por caminos no deseados.
Crítica a la dureza de las teorías económicas hacia el gobierno
«La democracia es imposible», una frase provocativa popularizada por el economista Ken Arrow, refleja cómo algunas teorías económicas pueden ser severas con el gobierno. El Teorema de la Imposibilidad de Arrow argumenta que bajo ciertas condiciones estrictas, ningún sistema de toma de decisiones colectivas puede satisfacer completamente los deseos de todos, sugiriendo que una verdadera democracia es inalcanzable. Sin embargo, este teorema se basa en suposiciones que raramente se aplican en la práctica, como la necesidad de una clasificación completa y ordenada de preferencias, algo no requerido en elecciones que simplemente buscan un ganador.
En los años 70, James M. Buchanan desarrolló la teoría de la elección pública, que postula que todos los actores políticos, incluidos votantes y funcionarios, son inherentemente egoístas, y que sus acciones están motivadas únicamente por intereses personales. Esta teoría sugiere que la regulación gubernamental es excesiva y que las decisiones políticas están impulsadas principalmente por el deseo de reelección, no por el bien común. Además, pinta a los votantes como mal informados y centrados en beneficios a corto plazo.
Aunque la teoría de la elección pública ofrece una visión crítica de la política, contiene contradicciones significativas. Por ejemplo, la campaña de Ronald Reagan para reducir el gasto público, que resonó con muchos votantes dispuestos a priorizar intereses a largo plazo sobre beneficios inmediatos, desafía la idea de que los votantes son fácilmente manipulables y cortoplacistas.
Además, la teoría de la elección pública puede tener un efecto autocumplido: si se le dice a la gente que todos son egoístas, es más probable que actúen de manera egoísta. Este fenómeno muestra cómo las teorías económicas no solo describen, sino que pueden moldear la realidad, a menudo de maneras perjudiciales. Reconocer estas dinámicas es crucial para entender la complejidad de la interacción entre economía y política, y para evitar caer en simplificaciones que ignoren la capacidad de las personas y las instituciones para actuar de manera altruista y ética.
La falacia del polizón: cuando ignorar el impacto individual conduce a desastres colectivos
Imagina a dos criminales apuntando sus armas a alguien; solo uno dispara. Aunque el otro no disparó, no lo exime de culpa, y cualquier sistema legal lo confirmaría. Este ejemplo ilustra cómo la responsabilidad individual no disminuye solo porque otros podrían actuar de manera similar. Sin embargo, en muchos aspectos de la vida, adoptamos el pensamiento del polizón, creyendo erróneamente que nuestras acciones individuales no tienen consecuencias significativas dentro de un colectivo.
Este concepto no es nuevo. Sócrates ya lo criticaba en «La República» de Platón (ver Resumen de ‘La república’ de Platón), y fue revitalizado por el economista Mancur Olson en el siglo XX. Olson argumentaba que en situaciones donde el esfuerzo personal parece insignificante, como intentar detener una inundación con un cubo, lo racional sería no actuar. Este pensamiento se ha infiltrado en prácticas modernas como la evasión fiscal, donde las empresas y los individuos buscan minimizar sus obligaciones fiscales, justificando que su contribución es demasiado pequeña para marcar la diferencia.
Sin embargo, esta mentalidad también ha obstaculizado nuestra respuesta al cambio climático. Muchos individuos sienten que sus esfuerzos son demasiado minúsculos comparados con lo que podrían lograr grandes corporaciones o gobiernos. Pero la realidad es que el poder del individuo es mayor de lo que sugiere el pensamiento del polizón. Cuando las personas actúan colectivamente, pueden alcanzar un punto de inflexión que inspire acciones más significativas y extensas.
El pensamiento del polizón nos lleva a subestimar nuestro impacto y responsabilidad. Reconocer que cada acción cuenta puede transformar nuestra aproximación a problemas globales. Si todos cooperamos, nuestros esfuerzos colectivos pueden, y de hecho hacen, una diferencia sustancial. Ignorar esto no solo es inútil, sino potencialmente devastador para nuestra sociedad y planeta.
La economía cotidiana: Cuando la racionalidad económica invade la vida diaria
La aplicación del pensamiento económico a aspectos de la vida diaria que van más allá de los mercados financieros ha llevado a propuestas y prácticas que desafían la intuición y, a veces, la ética. Desde la década de 1980, la influencia de economistas como Gary Becker ha extendido la lógica del mercado a territorios insospechados, desde la política migratoria hasta la estructura familiar.
Becker, pionero en este enfoque, propuso en 1987 que la inmigración se regulase en función de la riqueza, una idea que en su momento causó consternación pero que hoy se ve reflejada en programas que permiten «comprar» la ciudadanía mediante inversiones significativas. Esta mercantilización de la nacionalidad es solo un ejemplo de cómo el pensamiento económico puede llevarnos por caminos inusuales.
En el ámbito de la justicia, Becker sugirió que sentencias más largas podrían disuadir el crimen y reducir costos de aplicación de la ley. Sin embargo, la realidad demostró que los criminales no operan bajo cálculos económicos fríos, y la reducción de la presencia policial solo aumentó la delincuencia.
Becker también aplicó su lógica económica a la vida familiar, argumentando que la división tradicional de roles entre el esposo trabajador y la ama de casa era la más eficiente. Estas ideas, aunque influyentes, parecen ignorar la riqueza de la experiencia humana y la evolución de las dinámicas sociales.
El éxito de libros como Freakonomics, que se inspiran en la obra de Becker para analizar una variedad de temas bajo la lente económica, muestra la popularidad de este enfoque. Sin embargo, la visión del mundo como un gran mercado, y de las personas como homo economicus, puede ser una simplificación excesiva y poco saludable. La vida es más que una serie de transacciones, y las decisiones humanas no siempre se rigen por la racionalidad económica. Reconocer la complejidad y la diversidad de motivaciones que nos impulsan es esencial para entender realmente la sociedad y a nosotros mismos.
La falibilidad de los modelos probabilísticos en la predicción de eventos extremos
En agosto de 2007, David Viniar, entonces director financiero de Goldman Sachs, describió los eventos del mercado como «movimientos de 25 desviaciones estándar», sucediendo varios días consecutivos. Este tipo de movimiento es tan improbable como ganar la lotería británica 21 veces seguidas, un evento que ocurre menos de una vez en la historia del universo. Sin embargo, estos eventos no fueron aislados, sugiriendo una falla significativa en nuestro modelado estadístico.
Este no fue un incidente aislado en las finanzas; eventos similares ocurrieron durante el Lunes Negro de 1987 y la burbuja de las punto com en los años 2000, lo que indica un problema recurrente con los modelos utilizados para calcular probabilidades. Tradicionalmente, se utiliza la distribución normal, representada por la conocida curva de campana, para modelar probabilidades. Sin embargo, eventos como el colapso financiero se sitúan en las extremidades de esta curva, considerados tan raros que son prácticamente imposibles.
No obstante, no todos los fenómenos siguen una distribución normal. Por ejemplo, el mercado de valores exhibe patrones de una distribución fractal, similar a los terremotos o los copos de nieve, que son invariantes de escala y muestran los mismos patrones independientemente del nivel de magnificación. Bajo una distribución fractal, la probabilidad de eventos extremos disminuye más gradualmente que bajo una distribución normal, haciendo que eventos como colapsos financieros sean improbables, pero no tan raros como para ser ignorados.
La necesidad de grandes cantidades de datos para calcular probabilidades efectivas en distribuciones fractales, y la escasez de estos en situaciones como colapsos financieros, revela una verdad más amplia: la incertidumbre es una constante en muchos aspectos de la vida. Asignar probabilidades a todo, incluso basándonos en suposiciones, como se hace a menudo en las proyecciones del cambio climático, puede ser engañoso. Sería más prudente reconocer los límites de nuestras herramientas probabilísticas y admitir que hay aspectos de la realidad que simplemente no comprendemos completamente.
La complacencia de la economía moderna ante la desigualdad extrema
La desigualdad económica, un fenómeno tan fractal como los patrones de la naturaleza, se manifiesta tanto en la distribución global de la riqueza como en las microescala de las élites financieras. A pesar de la creencia popular de que cada quien recibe lo que merece, la realidad es que la desigualdad no es un estado natural ni inevitable, sino el resultado de políticas económicas específicas que han favorecido a los mercados libres, especialmente en países como Estados Unidos y el Reino Unido desde la década de 1980.
La acumulación de riqueza en manos de unos pocos no solo es una cuestión de mérito o esfuerzo individual. Figuras como Bill Gates, aunque talentosas y trabajadoras, han prosperado también gracias a circunstancias favorables y al trabajo de otros. Sin embargo, la narrativa dominante ensalza su éxito sin cuestionar la sombra que proyecta sobre el resto.
La tolerancia a la desigualdad se ve reforzada por políticas fiscales que imponen cargas tributarias menores a los más ricos, bajo la premisa de que altos impuestos desincentivan la actividad económica. Esta noción, sin embargo, ignora la realidad de que los impuestos son esenciales para financiar servicios públicos y que no necesariamente desmotivan el trabajo duro.
La creencia de que la reducción de impuestos es un estímulo para la productividad es un ejemplo de cómo las teorías económicas modernas a menudo se basan en juicios de valor más que en hechos objetivos. Estas teorías no siempre capturan la complejidad del comportamiento humano y, al adherirse ciegamente a ellas, se perpetúa una visión distorsionada de la economía y la sociedad.
Es hora de reconocer que la desigualdad es una elección política y que existen alternativas viables para construir una sociedad más equitativa. En lugar de adherirse al modelo del homo economicus (ver Misbehaving o Todo lo que he aprendido con la psicología económica), debemos valorar la diversidad de motivaciones y aspiraciones humanas y trabajar hacia políticas que reflejen y respeten esta riqueza de la experiencia humana.