Paradojas de la vida. El encuentro que ha disputado mi hijo ha tenido un sabor agridulce. Jugaban en casa y han ganado contra un rival de su misma zona de la tabla clasificatoria.
Pudieron ganar holgadamente. En la primera parte ganaban 3-0… y como diría aquel entrenador “sin bajar el autocar”. Pero se han relajado –y de qué manera- en la segunda parte.
Han terminado ganado 4-2. Pero casi pidiendo la hora. La escena final no ha tenido desperdicio. El equipo de mi hijo estaban contentos, felices, relajados, bromeando entre ellos.
El entrenador, un joven muy equilibrado y respetado por sus pupilos, los ha reunido en el centro del terreno de juego para hacer los estiramientos de rigor… ¡y les ha leído la cartilla!
Según el criterio del buen entrenador, sólo ha habido 15 minutos aprovechables de buen juego. No se han esforzado. No han peleado. Han jugado sin cabeza. Se creían ganadores antes de acabar y han hecho caso omiso de sus instrucciones.
Los jugadores han salido del terreno de juego, camino de los vestuarios, un poco cabizbajos. Pesaba la bronca.
Instantes después, los padres charlábamos distraídamente con el entrenador, quien nos hacía una crónica de su descontento.
A pocos metros, a puerta cerrada y sin la presencia de su enojado entrenador, nuestros hijos continuaban sus bromas, risas y su particular celebración por la victoria.
Mientras, nosotros (entrenador incluido) disimulábamos no oír el ruidoso ritual de victoria. Siguen siendo niños.