Estamos sometidos a varios miles de mensajes publicitarios diarios, incluyendo los que recibimos en el teléfono móvil y los que están situados en los aseos públicos…
La omnipotencia publicitaria con el pretexto de vender como sea, bajo cualquier circunstancia, a menudo nos engaña y defrauda. Esto nos ha acabado generando una coraza protectora que nos convierte en sujetos inmunes de una pretendida influencia, que decrece cada día que pasa.
Como decía Pascal Bruckener “no estamos en peligro de adoctrinamiento sino de atontamiento, de embrutecimiento”.
La industria se obstina, en su aspiración a perpetuarse, a convertirse en cultura o estilo de vida. Quizás por eso han tenido tanto éxito las campañas de Dove con su viral Evolution y Onslaught, que denunció los efectos negativos de la industria de la belleza de las jóvenes.
Hay que alejarse de los estereotipos y lograr que lo cotidiano, coherente e íntegro sean ingredientes indispensables para el ADN de cualquier marca y de la experiencia resultante. Seas una empresa o un particular, a nadie le gusta sentirse engañado o embaucado. Se prefiere lo real, con honestidad y transparencia.
Pero ahora no caigamos en la trampa de devaluar la honestidad elaborando una honestidad publicitaria. Una honestidad artificiosa, de cartón piedra, servida como un mensaje de falsa redención ante los consumidores. Porque el riesgo todavía sería mayor que el de emplear esos estereotipos aspiracionales (la publicidad cosmética y la comunicación de los perfumes lo bordan). Todavía nos haría parecer (y ser) más débiles, miméticos y superficiales de lo que ya somos.
¿Cuestión de una ética para las marcas? Me temo que cada vez menos. Ahora empieza a ser una cuestión de supervivencia ante el riesgo de la deslealtad masiva de los consumidores.
Puede que al final se trate de nuestra propia estrategia de contención. Acaso la última barrera de nuestro sistema inmunitario. Por si “todo se convierte en mercado” tal como predijo Jeremy Rifkin, vamos a comportarnos como clientes rigurosamente exigentes.