En Seculosity, David Zahl examina cómo la búsqueda de significado y suficiencia ha cambiado en la sociedad contemporánea, desplazándose de las religiones tradicionales hacia lo que él llama «seculosity». Este término combina «secular» y «religiosity», describiendo la devoción casi religiosa que las personas ahora dirigen hacia aspectos cotidianos como la carrera profesional, la crianza de los hijos, la tecnología, la alimentación, la política y el romance.

Zahl sostiene que, aunque la religión con mayúscula parece estar en declive, nunca hemos sido más religiosos en términos de cómo buscamos validación y sentido en nuestras vidas. Zahl observa que esta búsqueda incesante de ser «suficientes» —ya sea exitosos, felices o influyentes— refleja un deseo humano profundo de autojustificación. Sin embargo, advierte que este fervor secular puede ser agotador y perjudicial, ya que convierte actividades potencialmente positivas en fuentes de estrés y ansiedad.

En su análisis, Zahl destaca cómo estas nuevas formas de religiosidad horizontal carecen del elemento de misericordia presente en las religiones tradicionales, lo que lleva a un ciclo interminable de esfuerzo por alcanzar ideales inalcanzables.

A través de capítulos dedicados a diferentes aspectos de la vida moderna, Zahl ilumina con humor y precisión cómo estas «seculosidades» ofrecen falsas promesas de paz y pertenencia. Critica el «performancismo», una característica central de todas las formas de seculosity, que transforma la vida en una serie de pruebas para demostrar nuestro valor. En última instancia, Zahl propone que el antídoto para esta condición es una «religión de gracia», donde se reconoce que solo a través del amor sacrificial podemos encontrar verdadera suficiencia.

Seculosity invita a reconsiderar cómo las actividades diarias han asumido un papel casi religioso en sus vidas y ofrece una reflexión sobre cómo encontrar significado más allá del frenético ritmo moderno.

La evolución de la religiosidad en tiempos modernos

La religiosidad no ha desaparecido; simplemente ha adoptado nuevas formas. Un meme reciente, protagonizado por Cruella DeVille con una expresión desquiciada mientras conducía, se hizo viral en las redes sociales. Este meme reflejaba las exigencias abrumadoras de la vida moderna: sobresalir en el trabajo, mantener relaciones sociales y cuidar de la salud. Las personas comentaban con frases como «Cada día» y «Amén», capturando la lucha universal contra el ritmo implacable del mundo actual.

En nuestra sociedad, estar ocupado a menudo se asocia con ser valioso, como si nuestro valor dependiera de cuán productivos somos. Este frenesí continuo se ha convertido en una nueva forma de religiosidad, impulsada no por creencias espirituales tradicionales, sino por los rituales diarios del ajetreo. Este cambio no implica que el impulso religioso haya disminuido; más bien, se ha transformado y ha encontrado nuevas manifestaciones. Aunque muchos creen que la disminución de la asistencia a las iglesias indica un alejamiento de las creencias religiosas, los impulsos religiosos se están canalizando hacia actividades seculares.

Esta nueva «religión del ajetreo» tiene su propio conjunto de creencias y rituales que se integran profundamente en nuestras vidas. No es algo que hacemos; es en lo que nos convertimos, afectando cómo nos vemos a nosotros mismos y nuestro valor en el mundo. Si consideramos la religión como las narrativas que guían nuestras vidas y dan forma a nuestros valores —lo que algunos llaman religión con «r» minúscula— entonces es evidente que las prácticas religiosas tradicionales no son las únicas formas en las que buscamos significado.

Desde esta perspectiva, cualquier cosa que consuma nuestra energía y determine cómo organizamos nuestras vidas puede convertirse en una forma de religión. Esto incluye nuestras carreras, interacciones sociales, metas personales e incluso la tecnología que utilizamos. El cambio real no es alejarse de la religiosidad, sino hacia una nueva clase de experiencia religiosa que podría no ser reconocida como tal porque no encaja en los moldes tradicionales.

Nuestros rituales modernos —como revisar nuestros teléfonos o gestionar nuestras redes sociales— cumplen una función similar a las prácticas religiosas antiguas. Proporcionan estructura y ofrecen una narrativa mediante la cual damos sentido a nuestras vidas y nuestro mundo. Aunque nuestra sociedad pueda parecer más secular, la búsqueda humana de significado, propósito y comunidad sigue siendo intensa. Ahora estos elementos se buscan frecuentemente a través de medios seculares. Comprender esto puede ayudarnos a manejar las presiones de la vida moderna al reconocer su verdadera naturaleza como una búsqueda secular de lo que antes se encontraba en los bancos de las iglesias.

La incesante búsqueda de la suficiencia personal

La búsqueda constante de sentirnos suficientes domina nuestras vidas diarias, manifestándose en nuestros deseos de ser exitosos, felices, saludables, ricos, influyentes y aceptados. Esta persecución, impulsada por una presión social interminable para alcanzar metas, genera ansiedad y soledad generalizadas, pero también revela un aspecto más profundo e innato de la naturaleza humana: nuestra obsesión con la autojustificación.

Este impulso por justificarnos, como explica el psicólogo moral Jonathan Haidt en La mente de los justos es una condición humana fundamental, profundamente arraigada en nuestro ADN (ver Lakoff y Haidt: marcos mentales y manipulación emocional). No es simplemente un producto de la adherencia religiosa, sino un aspecto esencial de lo que significa ser humano. Este anhelo inherente de sentirnos justificados o suficientes es crucial para la cohesión social y la supervivencia de nuestra especie, ya que influye en la formación de grupos y en las estrategias colaborativas para sobrevivir. Sin embargo, la búsqueda de esta autojustificación tiene desventajas significativas. Perpetúa un ciclo en el que las personas nunca se sienten realmente suficientes, a pesar de sus logros. Este fenómeno es evidente en varios aspectos de la vida.

Un colega puede asociar el estar constantemente ocupado con su autoestima, o un amigo podría buscar siempre a la pareja perfecta para sentirse completo. A nivel personal, alguien podría pasar horas navegando por las redes sociales buscando validación a través de «me gusta» y comentarios para reforzar su autoestima.

Esta obsesión por ser suficiente impulsa gran parte de nuestro comportamiento, moldeando sutilmente cómo interactuamos con el mundo y con los demás. Influye en nuestra autoimagen, nuestras relaciones y nuestras decisiones diarias, a menudo eclipsando oportunidades para una satisfacción genuina y conexiones auténticas. La constante búsqueda de aprobación y validación puede impedirnos experimentar una verdadera satisfacción, dejándonos siempre deseando más y nunca sintiéndonos completamente realizados. Reconocer esta búsqueda inherente de suficiencia puede ser esclarecedor.

Te ayuda a comprender por qué actúas como lo haces, por qué estás perpetuamente ocupado y por qué luchas con sentimientos de insuficiencia a pesar de tus considerables éxitos. Más importante aún, reconocer la ilusión de lo suficiente puede llevar a un cambio significativo de perspectiva. Puede alentarte a alejarte de la búsqueda implacable de validación externa y hacia una vida que priorice experiencias auténticas y conexiones significativas.

La paradoja de la suficiencia humana

La paradoja de la suficiencia radica en que, aunque nos une en un deseo humano común a través de diversas fronteras, como la política, la nacionalidad, el género, la raza y la edad, también nos divide. Este anhelo puede fortalecer los vínculos dentro de los grupos, fomentando un sentido sólido de comunidad y altruismo. Sin embargo, también marca claramente las diferencias con los grupos externos, generando divisiones y fomentando juicios que pueden deshumanizar.

El deseo de suficiencia o rectitud a menudo se intensifica en enfrentamientos morales, donde las diferencias de perspectiva pueden transformarse rápidamente en batallas entre el bien y el mal. El teólogo Reinhold Niebuhr describe esta dicotomía al destacar la crueldad que puede surgir de la búsqueda de la rectitud, un concepto conocido como fariseísmo en contextos religiosos. Esto se refiere a una adhesión tan estricta a la letra de la ley que contradice su espíritu, lo que a menudo lleva a una exhibición superficial de virtud que oculta fallas morales más profundas.

La búsqueda implacable de la rectitud no solo se aplica a contextos religiosos tradicionales, sino también a religiones seculares sustitutas, donde la autojustificación sube por una escalera cada vez más larga, haciendo que cada paso hacia la autoaprobación sea más difícil de alcanzar. Este impulso puede llevar a las personas a sentir una presión intensificada para tener éxito, y para aquellos que logran altos niveles de éxito o belleza, sus defectos percibidos pueden volverse aún más pronunciados. En el pasado, la religión tradicional ofrecía un refugio para la culpa y la vergüenza, un lugar para buscar perdón y aliviar el alma.

Sin embargo, a medida que las normas sociales evolucionan y las afiliaciones religiosas tradicionales disminuyen, estas necesidades no desaparecen. En cambio, se redirigen. El filósofo Friedrich Nietzsche imaginó una sociedad post-religiosa donde la humanidad, liberada de las leyes divinas, abrazaría la realidad sin culpa, entrando en una nueva era de liberación y florecimiento. No obstante, el panorama cultural contemporáneo sugiere lo contrario.

Las necesidades humanas de esperanza, propósito, conexión y justificación, tradicionalmente abordadas por la religión, siguen siendo tan potentes como siempre. A medida que las iglesias cierran sus puertas, las búsquedas existenciales y ansiedades que antes albergaban no desaparecen simplemente. Encuentran nuevas formas y espacios de expresión. Esta transición nos desafía a reconsiderar cómo abordamos estas preocupaciones humanas perennes en un mundo donde las estructuras tradicionales ya no son suficientes.

La nueva religión de la vida moderna

La búsqueda de la rectitud ha evolucionado, infiltrándose en todos los aspectos de nuestra vida diaria, desde la cocina hasta el gimnasio, y desde la pantalla del ordenador hasta el dormitorio. Con los altares tradicionales perdiendo su centralidad, la vida moderna ha creado sus propios lugares de culto, donde cada decisión, ya sea sobre la educación de nuestros hijos o nuestras relaciones personales, está cargada con la presión de elegir correctamente para no quedar rezagados. Este fenómeno, que el filósofo Charles Taylor denomina el Efecto Nova, describe una explosión de opciones que imitan el fervor religioso, ofreciendo un pluralismo de búsquedas que demandan nuestra devoción.

Estas nuevas «religiones» modernas, como el fitness, la alimentación o el romance, exigen atención constante y adherencia a sus rituales. Sin embargo, a diferencia de las religiones tradicionales del pasado, a menudo carecen del elemento de misericordia. La atracción de estas búsquedas radica en su promesa de salvación a través del logro o el estatus. Sin embargo, convertir estos elementos cotidianos en objetivos finales transforma aspectos positivos de la vida en fuentes de estrés y toxicidad.

Las consecuencias son significativas: por ejemplo, la ocupación constante, vista como una insignia de honor en nuestra cultura, se ha vinculado con problemas como el estrés crónico, enfermedades cardíacas e insomnio. A pesar de estos riesgos, estar ocupado sigue siendo un símbolo popular de estatus porque cumple un doble propósito: nos distrae de enfrentar las realidades más incómodas de la vida, como la duda y la mortalidad, mientras nos hace sentir que estamos logrando algo y obteniendo validación.

La competencia constante por superar y programar más actividades que los demás se percibe como una forma de acumular puntos en nuestra «cuenta» de suficiencia, validando así nuestra existencia y valor. Este impulso implacable alimenta un ciclo en el que las personas exhiben su agotamiento como símbolo de dedicación e importancia, una versión contemporánea del «humilde alarde». Esto contrasta fuertemente con las sociedades del pasado donde el ocio era un símbolo de estatus. Hoy en día, demostrar estar ocupado significa pertenecer a una élite agitada que puede permitirse el lujo de estar perpetuamente comprometida.

Las implicaciones de este cambio son profundas. Vivir en el siglo XXI a menudo significa lidiar con el miedo a lo que sucede cuando dejamos de mantener este ritmo agotador. A medida que más personas se preguntan cuánto tiempo pueden seguir alimentando esta vorágine de actividad y logros sin colapsar, se hace evidente que la búsqueda moderna de suficiencia no solo es insostenible, sino también potencialmente perjudicial.